26 de Enero a 18 de Febrero 1976
AMÉRICA DEL SUR
TRAMO LIMA (PERU) – CARTAGENA (COLOMBIA)

Partimos de Lima el día 26, muy agradecidos por tantas atenciones y a la vez contentos de poder continuar el desafío. Nuestra meta diaria era la ciudad de Trujillo, donde hicimos noche estacionados en la Plaza de Armas. Al día siguiente pudimos conocer las ruinas de Chan-Chan, a cinco kilómetros de la ciudad, que nos dejó gratamente sorprendidos. Es una ciudadela precolombina, de adobe, construida por los Chimúes alrededor del año 600 de nuestra era. En ese entonces era poco conocida, pero diez años después fue declarada Patrimonio de la humanidad, por la UNESCO, lo que le significó el reconocimiento mundial. El sitio arqueológico ocupa una extensión de 20 kilómetros cuadrados, formado por nueve pequeñas ciudades amuralladas, resultando la ciudad de barro más grande del mundo.
Sitio Arqueológico de “Chan-Chan” – Ciudad de Trujillo, Perú
Al mediodía seguimos la ruta con la idea de hacer un corto recorrido. A las cinco de la tarde llegamos a Chiclayo, una simpática ciudad, donde caminamos un buen rato y cambiamos 10 dólares, con lo que completaríamos un gasto total de 70 dólares en suelo peruano. Para pasar la noche buscamos un lugar más tranquilo, a 11 kilómetros, en Lambayeque. A la mañana siguiente, luego del desayuno y algunas compras de comida, continuamos hacia Talara, una reconocida ciudad petrolera, donde teníamos el contacto de una gente conocida, que nos había dado un matrimonio amigo de Jesús María (Tato y Gladys Scagliotti). Pasamos por el desierto costero de Sechura, en el Departamento de Piura, uno de los más grandes del Peru (5000 km2), con un camino en malas condiciones y llegamos a Talara a la tardecita para tratar de ubicar la dirección del señor Frank Leonard. Un hombre muy atento nos indicó y nos acompañó hasta el lugar, en donde nos recibieron las hermanas de Frank, Budy y Cirila, y el marido de Budy, Vitorio Comparach. Nos invitaron a pasar, con alguna desconfianza al comienzo, pero charlando con ellos nos dimos cuenta que conocíamos gente en común porque ellas vivían en Córdoba. El temor inicial se debía al hecho de que Cirila era la viuda de Patrick Egan, cónsul norteamericano asesinado por la subversión en Córdoba, en 1974. Como ellos sabían que la situación política argentina era muy compleja, sospecharon que podríamos estar huyendo de algo. Superado el momento, se abrieron a nosotros con una hospitalidad increíble. Inmediatamente pudimos darnos un baño reparador y nos invitaron a cenar a una Chifa, que era un restaurante donde servían este tipo de comida, resultante de la fusión gastronómica peruano-oriental. De más está decir que para nosotros era como estar en un hotel de lujo y la comida nos pareció exquisita.
Con Budy en “Punta Sal” – Norte de Perú
Los tres días que pasamos allí fueron maravillosos, colmados de atenciones, que nos hacía sentir como en casa y olvidar un poco la añoranza de los nuestros. Como si esto fuera poco, Budy y Cirila, el sábado 31, nos invitaron a pasar el fin de semana a una casita que tenían en la playa de Punta Sal, a unos cien kilómetros al norte de Talara. Un lugar de ensueño, con playas inmensas, puro sol y silencio. Aprovechamos para disfrutar el mar y compartir charlas y buena comida con ellas. Al día siguiente, por la tarde y después de una emocionante despedida, Budy y Cirila volvieron a Talara. Nos dejaron la heladerita llena de cosas ricas y el baño de la cabaña abierto para que pudiéramos ducharnos antes de seguir al día siguiente. Es relevante aclarar que Vitorio y Budy acababan de comprar una casa en la ciudad de Carlos Paz, en Córdoba; justamente, le pusieron de nombre “Villa Talara”, en recuerdo a los años vividos en la zona petrolera del norte de Perú. A partir del año 1978 y hasta la muerte de Budy en el 2005, nos recibieron todos los años con un enorme cariño, hacia nosotros y especialmente hacia nuestros hijos, a los que consideraban sus propios nietos y habían rebautizado como “Los Apóstoles”.
Veinticuatro años después, realizando su viaje de luna de miel, en automóvil por Norteamérica, nuestros hijos Belén y Gabriel, se encontraron con Budy y Vittorio en la ciudad de Tampa, en el estado de Florida.
Al respecto, Belén escribe lo siguiente: “Ya finalizando nuestro gran viaje y habiendo recorrido 40.000 kilómetros, llegamos al último destino que marcaba el recorrido planeado, la ciudad de Tampa. Allí nos encontramos con Budy y Vittorio, más que conocidos … familia !!.
La relación con ellos data de cuando yo estaba en la panza de mi mamá, en Talara, al norte de Perú; allí nos vimos por primera vez, jaja. Y nos volvíamos a encontrar en su casa de Tampa. Siempre tuvimos una relación muy cercana, ya que vivían seis meses aquí y seis meses en Carlos Paz, donde tenían otra hermosa vivienda que hoy pertenece a su hija Nancy. Casi todos los veranos, desde el año 1977, nos juntábamos allí. Me vieron crecer; siguieron mis pasos y llegaron a conocer a Gabriel durante nuestro noviazgo. Fueron invitados de honor al casamiento en Ascochinga, el dos de enero del año 2.000. ¡ Cómo no reencontrarnos y conocer su otro hogar !. Nos recibieron con todo el amor de siempre y compartimos los últimos momentos del viaje con ellos. Los recordamos con muchísimo cariño”.
Con nuestros amigos Buddy y Vittorio en Tampa
Retomando la experiencia de Punta Sal, a la noche llegaron al lugar unos muchachos chilenos que se dedicaban al buceo y vendían lo que iban pescando. Compartimos una amistosa charla en la playa antes de ir a dormir.
El lunes temprano iniciamos la nueva etapa, para cruzar a Ecuador. Al mediodía ya estábamos en territorio ecuatoriano, pero tuvimos que esperar en una larga fila de autos, porque la aduana abría recién a las dos de la tarde. En uno de los vehículos, Renault 12 Breack, se conducían dos muchachos ecuatorianos con los que pudimos charlar para “matar” el tiempo. Uno de ellos estaba volviendo de Argentina, donde había vivido durante 30 años. El otro era arquitecto de Guayaquil, en donde tenía una discoteca; al enterarse, por Marta, que yo tocaba la guitarra y cantaba, ofreció presentarme en su local, dejándonos la dirección. Para poder tomar una decisión, lo pensamos muchas veces, pero al conocer otro matrimonio argentino que se trasladaban a Venezuela en un citroen 3CV, preferimos seguir por la Panamericana, acompañados por ellos, por lo menos hasta Bogotá. Luego de los trámites aduaneros de rigor, continuamos en caravana con el citroen (Juan Carlos y Chichi), disfrutando de los paisajes maravillosos y la exuberante vegetación, hasta llegar a un pueblito llamado Naranjal. La humedad y los insectos eran casi insoportables. Nos llamó la atención el tamaño y el colorido de unas langostas del lugar; realmente parecían de plástico y medían entre 15 y 20 centímetros. El martes 3 de febrero, muy tempranito, seguimos hacia Quito. Al comienzo por camino llano y sin problemas, pero después todo se complicó al empezar a subir por una “ruta” de ripio y tierra, más de 120 kilómetros por el medio de la selva y la niebla, hasta una altura de 4.000 metros. Lo que sí es admirable es la presencia de los mil tonos de verde de los bosques interminables de estas montañas. Hacía frío y lloviznaba, y por la altura tuvimos que sacarle el filtro de aire a la pick up, porque se “ahogaba”. El éxtasis se produce cuando allá arriba se “corta” la nube y se pueden apreciar los volcanes y la inmensa cordillera a plena luz del sol. Al costado del camino se pueden apreciar las singulares y típicas chozas con techos de paja, de los pueblos indígenas de la zona. Finalmente, a las seis de la tarde, estuvimos en la capital de Ecuador, que lamentablemente, y por un hecho que les contaré enseguida, iba a quedar para siempre como un mal recuerdo de nuestro viaje.
Como viajábamos en caravana con el matrimonio mendocino, al llegar a la ciudad decidimos ayudarlos a conseguir un hotel. Como consecuencia perdimos casi dos horas y tuvimos que lidiar con las calles “coloniales” de Quito, sumamente estrechas y empinadas, resultando poco “amigables” para el peso de nuestro “caracol”. Dormimos frente a la hostería donde se alojaron, bien céntrica y segura. A la mañana fuimos a la embajada argentina, con la esperanza de recibir alguna carta familiar, pero no había nada. Para colmo la decepción se hizo más grande todavía al no encontrar radioaficionado alguno que pudiera contactarnos con nuestras familias. Aquí hago un paréntesis para acotar que nosotros y especialmente Marta, por su embarazo, a pesar de sentirnos felices por estar concretando el ansiado proyecto de viaje, extrañábamos la forma de vida tranquila que llevábamos en las sierras, rodeados del cariño de nuestros seres queridos. El no tener medios adecuados para comunicarnos nos desalentaba y nos provocaba algunos “baches” sentimentales.
Ciudad de Quito – Ecuador
Teníamos un dato de contacto que nos habían dado Carmen y Pablo en Santiago, referente a un matrimonio amigo que vivían acá. Primero ubicamos la casa de los suegros de Diego Pérez; su cuñada nos acompañó amablemente hasta San Rafael, a trece kms. de la ciudad, en donde vivían ellos. Allí nos recibió Clemencia, la señora de Diego, pasamos a conocer la casa, tomamos un refresco y charlamos de todo un poco, pero al ver que no había posibilidad de algún otro apoyo “logístico” (ducha por ejemplo), resolvimos despedirnos y buscar un lugar para detenernos a almorzar. Tomamos un rico helado y buscamos la calle Colón, donde vive Marta Widner, parienta de “Tato” Scagliotti. Sin dudas fue “fija” nuevamente, ya que nos atendieron muy bien, nos facilitaron el baño para la ansiada ducha y nos invitaron a cenar unas ricas milanesas con papas fritas. Escribe Marta en el diario: “Esteban se lució cantando esa noche”.
Volvimos de noche a dormir frente al Hostal Borja. Nos levantamos el jueves 5 con mucho mejor ánimo y dispuestos a realizar varios trámites, pero se ve que no era nuestro día. Los radioaficionados seguían con problemas en sus equipos y nos manteníamos incomunicados con Argentina. Resolvimos dirigirnos a la Dirección de Turismo, en una zona residencial de Quito, donde nos regalaron folletos y unos fabulosos afiches de Ecuador. Pero al volver a la camioneta, al mediodía, sentimos una espantosa sensación de vacío e impotencia, cuando vimos que la ventanilla del lado de Marta estaba abierta, los almohadones tirados y había desaparecido mi valija con todo el equipo de fotografía. Por suerte, dentro de la enorme decepción, no habían tocado nada de los documentos que llevábamos en la guantera de la pick up. La primera reacción fue de incredulidad y bronca por lo material que perdíamos, incluyendo todas las diapositivas que habíamos sacado desde el comienzo del viaje. Marta escribía: “sentí una impotencia tan grande, que quería volverme a Ascochinga; el “gordo” que tendría que haber sido el que demostrara mayor amargura, trataba de consolarme”. Después llegaron los acompañantes asombrados por lo sucedido. Quedamos en partir a las tres de la tarde de Quito, con ese recuerdo horrible a cuestas. A pesar de lo que pasamos, de lo relevante que son las fotografías para documentar los hechos, reflexionamos y valoramos todo lo positivo, que nos dio la fuerza necesaria para seguir.
Santuario “Virgen de las Lajas” – Ipiales, Colombia
Hicimos noche en Guayllabamba, a 25 kms. de Quito, estacionados detrás de una hostería. Dormimos muy bien, con lluvia, y a las seis de la mañana desayunamos. En un taller hicimos soldar la plancha de acero de uno de los parantes, que se había desprendido. La ruta era muy buena y a las 13:00 hs. estábamos en Tulcán, pueblo fronterizo con Colombia. Nuevamente tuvimos que esperar hasta las dos de la tarde para hacer los trámites aduaneros; muy incómodos por cierto, ya que había que dirigirse a tres edificios diferentes y llovía torrencialmente. Ya en Colombia, otros dos trámites separados, y finalmente llegamos a Ipiales. Allí fuimos a visitar el santuario de nuestra señora de Las Lajas, que está construido sobre la montaña, a 3.000 metros de altura, con un paisaje imponente. Su construcción de estilo gótico data de 1916 y para llegar hay que subir 700 metros de escaleras, lo que sumado a la altitud sobre el nivel del mar, nos dejó exaustos. En el año 1984 fue declarado Patrimonio Cultural de este país.
Con las últimas luces llegamos a Pasto, primera ciudad importante de Colombia. Los mendocinos fueron a un hotel y nosotros nos estacionamos en un “Parqueadero” con cuidador, que nos cobró doce pesos la noche. Antes de instalarnos, intentamos comprar queso y fiambre, pero nos dimos cuenta que aquí en Colombia, en esa época por lo menos, era difícil conseguirlos, salvo en las grandes ciudades.
Nos habíamos fijado como meta de la próxima etapa, la ciudad de Cali. Arrancamos temprano y enseguida nos encontramos en un pésimo camino “destapado” (así le llaman), de tierra y barro, con lluvia y neblina. Las barras que sostienen la parte delantera de la “camper”, al no tener amortiguadores, se salían en forma casi permanente y nos dificultaban el avance. Nos detuvimos en el pueblito de Buesaco en plena zona montañosa, a tomar un café con pan, y seguimos luego hasta La Unión, donde nos bajamos a mirar artesanías. Hicimos un “gran” gasto y nos llevamos de recuerdo un monedero de paja; compramos un poco de pan y seguimos. A esa altura ya estábamos “recalculando” nuestra meta diaria, porque el estado del camino y el mal tiempo nos hacían avanzar muy lentamente. Ahora apuntamos a llegar a la ciudad de Popayán, adonde llegamos casi de noche. No había ningún “parqueadero” adecuado para el tamaño del vehículo, así que decidimos estacionar en la plaza principal, bastante intranquilos por el intenso movimiento de gente en el lugar. A los que no volvimos a ver nunca más, fueron los mendocinos, que se suponía nos iban a esperar en Popayán, sabiendo que estábamos demorados por los inconvenientes de la pick up. Escribía Marta en el diario: “No vimos más a nuestros “queridos acompañantes”, pero la verdad que fue para bien, porque nos molestaba viajar apurados, sin poder comer tranquilos y mirar las cosas que nos agradaban en cada lugar. Ellos lo único que querían era llegar a Venezuela, su destino”.
Caminamos un rato por la ciudad y cambiamos los 30 dólares necesarios para cruzar el país hasta Cartagena. Como dato relevante, la mitad del trayecto de Pasto a Popayán (125 kms) eran de tierra, en medio de la montaña selvática. Además, como detalle de color, en algunas paradas pueblerinas, tanto en Ecuador como Colombia, comprábamos a vendedores ambulantes increíbles rodajas de ananá (piña), exquisitas paltas (aguacates) y bananas (Plátanos). Con un poco de pan y café con leche, se transformaban en nuestras comidas exclusivas.
El domingo 8, después de llenar el tanque de agua, revisar el radiador y cargar combustible, continuamos sin meta fija ya que dependíamos fundamentalmente del estado de los caminos. En la ciudad de Cali, en una estación ESSO, nos regalaron un mapa del país. Allí también nos proveímos de lo necesario para almorzar luego en la ruta. En un cruce, en Cerritos, nos equivocamos de camino y fuimos a parar a la ciudad de Pereyra. desandamos 17 kilómetros y retomamos la ruta correcta. A poco de andar, la marcha se hizo lenta por los pozos y la cantidad de curvas y contracurvas. Recordemos que, prácticamente desde Pasto, la carretera Panamericana tiene un trazado totalmente montañoso, manteniéndose siempre a más de 2.000 metros de altitud. Como a las siete de la tarde, llegamos a un pueblito situado en la cima de una montaña, llamado Anserma; Estacionamos en un parqueadero con celador y pudimos descansar cómodos y tranquilos.
Al día siguiente continuamos tempranito, con la idea de llegar al mediodía a la importante ciudad de Medellín, para hacer una serie de cosas y quedarnos a hacer noche. Nos encontramos con el inconveniente del estacionamiento, y aunque recurrimos a la policía en busca de ayuda, no pudimos aparcar ni siquiera en una “bomba” de combustible. Sin almorzar y muy enojados por la falta de comprensión, decidimos abandonar el lugar y seguir más al norte. A unos 12 kilómetros paramos en Bello y nos “desquitamos” tomando unos jugos y comiendo sandwhiches y empanadas. Paulatinamente, íbamos descendiendo y empezamos a notar que nuestra querida camioneta necesitaba nuevamente el filtro de aire, que volvimos a colocar en el pueblo de Yarumal, donde dormimos esa noche. Al otro día seguimos temprano, con el plan de llegar a Cartagena. A los pocos kilómetros nos encontramos con una densa neblina y después comenzamos a bajar vertiginosamente hasta el río Cauca. Bordeamos el río hasta Puerto Valdivia, con mucho calor y humedad. Nos detuvimos al mediodía en un pueblo, Planeta Rica, donde comimos un emparedado y un jugo, con exquisitas bananas de postre. De allí seguimos sin parar hasta Cartagena, llegando alrededor de las siete de la tarde. Cansados, luego de recorrer 540 kilómetros en el día, buscamos una estación de servicios para cargar agua y poder bañarnos. Lo logramos en una “Móbil”, donde nos quedamos a dormir. Al día siguiente nos “jugamos” haciéndole cambiar el filtro y el aceite a nuestro “caracol”. Recorrimos la zona residencial que era realmente hermosa, compramos unas postales y partimos hacia Santa Marta, convencidos de que era allí donde teníamos que embarcarnos para cruzar hasta Panamá. En realidad, la única vez que habíamos preguntado nos habían indicado eso, y cometimos el “error” de conformarnos con esa sola respuesta.
Cartagena de Indias – Norte de Colombia
Vale la pena aclarar que la ruta Panamericana, que une Argentina con Alaska, presenta una interrupción de carácter natural en la impenetrable selva del Darién, entre las repúblicas de Colombia y Panamá, de alrededor de ciento treinta kilómetros, llamado “El tapón del Darién”. Por ese motivo, para cruzar había que embarcarse, junto con el vehículo, en algún barco de pasajeros y carga que navegara por ese tramo del caribe. Aún hoy persiste la misma situación, por lo que irremediablemente se debe recurrir al medio marítimo para cruzar a Centroamérica.
Volviendo al periplo, por la mitad del camino, en Barranquilla, paramos a comprar tomates, cebollas, papas, huevos y pan y después nos detuvimos en la ruta para almorzar “opíparamente”. Al llegar a Santa Marta, iniciamos las averiguaciones del cruce y nos llevamos una ingrata sorpresa cuando descubrimos que el lugar de embarque era en Cartagena y nos habían asesorado mal al respecto. De todas maneras, dicen que “no hay mal que por bien no venga”; gracias al “error” conocimos esta ciudad turística, realmente bonita, que en esa época todavía era poco conocida. Como era ya casi de noche, resolvimos dormir allí y desandar los 210 kilómetros de vuelta recién al día siguiente. Para levantar el ánimo, nos comimos una riquísima pizza a la piedra con coca cola. Pudimos estacionar el vehículo frente a un Comando de Policía y nos dedicamos a caminar por la hermosa costanera. El jueves 12 emprendimos el regreso a Cartagena de Indias y fuimos directamente al terminal marítimo, donde no sabían informarnos con claridad y lo único que aseguraban era que desde allí cruzaban autos y pasajeros. Fuimos al centro a buscar alguna compañía naviera que se encargara, pero la cosa no mejoraba. Hasta que dimos con la “Italian Line”, que era la empresa que se encargaba de todo. Nos pidieron las medidas del vehículo para determinar el costo. Cada pasaje nuestro costaba 78 dólares y la casita 656 dólares. Nos rebajaron 56 así que finalmente pagamos 756 dólares. Aunque era muy caro para nuestro presupuesto, lo asumimos con optimismo porque creíamos que iba a ser peor.
Península de Bocagrande – Cartagena de Indias
Haciendo los trámites de rigor, conocimos a otros viajeros que iban a cruzar también a Panamá. Un matrimonio suizo, Alain y Bluette, que viajaban por América con su pequeño hijo Norbert. Y también un matrimonio inglés, gente “mayor” para nosotros ya que tenían más de cincuenta años, que hacía tiempo que estaban recorriendo el mundo sobre ruedas. Ambos en Kombis Volswagen. Decidimos de común acuerdo con Alain, que hablaba bastante bien el castellano, pasar juntos estos días de espera en Cartagena. Finalmente fueron seis días de espera, del 12 al 18 de febrero, en los cuales estuvimos estacionados frente al mar, en la península de Bocagrande, al lado del Club Naval. Un lugar maravilloso sobre el caribe y al lado de un parque florido, en una zona realmente residencial y tranquila. Un día, cuando buscaba agua fría en el parque, conocí a una familia increíblemente amable e interesados con nuestra aventura; a tal punto que esa misma noche estuvimos en su hermosa casa, comiendo y tocando la guitarra con ellos.
A medida que pasan los días nos vamos haciendo más amigos con los suizos, realmente amables y simpáticos. Los ingleses, un poco más cerrados aunque muy agradables también. En estos días de descanso total aprovechamos para escribir postales y cartas, buscar radioaficionados y lavar la pick up. Marta me cortó el pelo y preparó tortas, pizzas, flanes y gelatinas. Estamos comiendo muy rico.
El día 17, Alain y Bluette fueron a averiguar la hora de llegada y partida del transatlántico “Rossini”, que zarparía al día siguiente. Tenemos que estar a las 13:00 hs. en el puerto, para realizar los trámites administrativos y partir, supuestamente a las 18:00 hs. Nosotros terminamos de pintar el nombre “ARGENTINA”, con pintura de uñas, en la puerta de la casita. También pusimos los mosquiteros, previendo el paso por las zonas calurosas y húmedas de Centroamérica. Por la tarde nos dimos el gusto tan argentino de tomar mate con tortas fritas que hizo Marta. Los suizos encantados con la degustación tan extraña para ellos.
El día “D”, nos levantamos temprano, preparamos todo y después de despedirnos de la familia cartaginense y agradecerles su enorme hospitalidad, partimos juntos con Alain y Bluette, con la idea de conocer el famoso castillo de San Felipe antes de ir al puerto. Nos resultaba demasiado caro, así que nos dirigimos directamente al lugar de embarque. Allí comenzó una interminable espera; el “Rossini” llegó más tarde de lo previsto; los trámites aduaneros también se demoraron y la humedad nos tenía literalmente “aplastados”. Comenzaron a llegar otros vehículos que iban a cruzar a Panamá. En total éramos nueve: tres alemanes, dos suizos, un austríaco, un inglés, un norteamericano y nosotros. Después de terminar los trámites, quedamos esperando en fila para subir los autos al barco. La espera continuó hasta las 19:30 hs, cuando subimos sólo las personas para ocupar los camarotes, pagar un depósito de 200 dólares por persona, que exigía como garantía el gobierno panameño y para comer. Comimos increíblemente rico y en cantidad, y después volvimos a bajar para esperar la subida de los “carros”. Allí empezó otra espera insoportable. Comprendimos que la seriedad de la “Italian Line” era como mínimo dudosa y no nos quedó otra alternativa, más que esperar. El último vehículo fue justamente el nuestro, que fue subido con un sistema de seguridad precario, con redes, a la 01:20 hs. del día 19. Parecía mentira; teníamos un cansancio tremendo. El “Rossini” partió después de las dos de la mañana. Nos bañamos y dormimos profundamente. Estábamos abandonando Sudamérica y dando un salto significativo en el sueño de concretar nuestra hermosa aventura. Ya llevábamos recorrido casi siete mil kilómetros.
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Capítulo 4 – PDF